During the past week, I ventured to Mexico. While there I had the opportunity to visit my mother’s childhood home, reconnect with relatives, and bask in the beauty of the beach. Celebrating my cousin’s 15th birthday, she opted for a simple beach trip instead of the typical lavish party. Despite her humble wishes, I agreed to capture the moment through photographs, ensuring she had a tangible memory of the day.
The experience was amazing, unveiling a side of life different from my everyday routine. Amidst the picturesque surroundings, my uncle shared the intriguing legend of Mariana, a girl who enchants the hill overlooking the towns of Carácuaro and Nocupétaro. Mariana’s tale, filled with love and longing, left me contemplating mortality and, more significantly, the concept of visibility. According to the legend, Mariana’s father was an incredibly jealous king who left her under the care of a young devil while he went away. Never having had much attention from men, Mariana fell in love with this young devil. He laid the princess on top of that small mountain and asked her not to move from there and wait for his return while he asked his superiors for permission. The young devil received a scolding and a beating from his superiors, while Mariana remains to this day awaiting his return.
The legend led me to reflect on my own girlhood. Unlike Mariana, I didn’t need an overprotective father to fear being seen; rather, it was a bundle of insecurities that I grappled with.
Witnessing my cousin face a similar dilemma, torn between childhood and adulthood, she voiced discontent with various dresses, deeming some too “old” and others too juvenile. As if anything could make her look old, the issue was clear, she just wasn’t comfortable in herself. To everyone else, she radiated beauty, yet she stubbornly insisted we were just saying that because we had to. Our quest for the perfect dress took us through numerous stores in Morelia until she found one that resonated with her—an understated yet elegant dusty rose-colored gown.
Traditionally, quinceañera dresses proclaim a bold and extravagant statement, asserting, “I am here and beautiful even in my awkward stage.” However, this sentiment isn’t always embraced by the Quinceañera herself. In choosing a simpler dress, my cousin made a subtle yet powerful statement about her own beauty and self-expression.
During the photoshoot, I sensed her discomfort in front of the lens. Encouraging her to revel in the moment, I insisted she enjoy herself—splashing in the water, smiling, and embracing the freedom of youth. A reminder that turning 15 signifies the end of childhood, not the end of joy. The dusty rose dress symbolizes her unique journey, capturing a moment suspended in time before inevitable changes unfold. As her family, we stood united in celebrating her, emphasizing that this moment belonged to her alone.
In the end, as my cousin stood there in her simple yet radiant gown, bravely facing the camera and the transition into a new chapter of her life, it dawned on me that the bravest act we can undertake is to be seen.
Embracing visibility, whether through the lens of a camera or the spotlight of a milestone celebration, is a courageous declaration of our own existence. It’s a testament to the strength found in vulnerability, the beauty uncovered in authenticity, and the resilience to stand tall amid life’s transitions. In a world that often demands conformity, choosing to be seen becomes a revolutionary act, affirming that each person’s unique journey is worth celebrating.
* En Español *
Vestidos de Quinceañera: Recuperando La Visibilidad Propia
Durante la semana pasada, me aventuré a México. Mientras estuve allí tuve la oportunidad de visitar la casa de la infancia de mi madre, reconectar con familiares y disfrutar de la belleza de la playa. Al celebrar los 15 años de mi prima, ella optó por un simple viaje a la playa en lugar de la típica fiesta fastuosa. A pesar de sus humildes deseos, acepté capturar el momento a través de fotografías, asegurándome de que tuviera un recuerdo del día.
La experiencia fue increíble, tuve la oportunidad de ver un lado de la vida diferente a mi rutina diaria. En medio del pintoresco entorno, mi tío compartió la leyenda de Mariana, una mujer que encanta el cerro que domina los pueblos de Carácuaro y Nocupétaro. La historia de Mariana, llena de amor y anhelo, me dejó contemplando la mortalidad y, más significativamente, el concepto de visibilidad. Según la leyenda, el padre de Mariana era un rey increíblemente celoso que la dejó al cuidado de un joven demonio mientras él se marchaba. Como nunca había tenido mucha atención por parte de los hombres, Mariana se enamoró de este joven demonio. Colocó a la princesa en la cima de esa pequeña montaña y le pidió que no se moviera de allí y esperara su regreso mientras él pedía permiso a sus superiores. El joven diablo recibió un regaño y una paliza por parte de sus superiores, mientras Mariana permanece hasta el día de hoy esperando su regreso.
La leyenda me llevó a reflexionar sobre mi propia adolescencia. A diferencia de Mariana, yo no necesitaba un padre sobreprotector para temer que me vieran; más bien, fue un montón de inseguridades.
Me recordó de mi adolescencia, una época en la que tenía miedo a expresarme. Al reflexionar sobre mi renuencia pasada a abrazar la visibilidad, recordé que también rechacé una extravagante celebración de quinceañera por temor a llamar la atención no deseada, convencida de que ese foco de atención estaba reservado para chicas que eran “realmente” hermosas.
Al ver a mi prima lidiar con un dilema similar, dividida entre la niñez y la edad adulta, expresó su descontento con varios vestidos, considerando algunos demasiado “viejos” y otros demasiado juveniles. Como si algo pudiera hacerla parecer vieja, el problema estaba claro: simplemente no se sentía cómoda consigo misma. Para todos los demás, ella irradiaba belleza, pero insistió obstinadamente en que lo decíamos simplemente porque teníamos que hacerlo. Nuestra búsqueda del vestido perfecto nos llevó a través de numerosas tiendas en Morelia hasta que encontró una que resonaba con ella: un vestido sencillo pero elegante de color rosa polvoriento.
Tradicionalmente, los vestidos de quinceañera proclaman una declaración audaz y extravagante, afirmando: “Estoy aquí y soy hermosa incluso en mi etapa de transición”. Sin embargo, este sentimiento no siempre es aceptado por la propia Quinceañera. Al elegir un vestido más sencillo, mi prima hizo una declaración sutil pero poderosa sobre su propia belleza y autoexpresión.
Durante la sesión de fotos, sentí su malestar frente al la cámara. Al animarla a disfrutar el momento, insistí en que disfrutara chapoteando en el agua, sonriendo y abrazando la libertad de la juventud. Un recordatorio de que cumplir 15 años significa el fin de la infancia, no el fin de la alegría. El vestido rosa empolvado simboliza su viaje único, capturando un momento suspendido en el tiempo antes de que se desarrollen cambios inevitables. Como su familia, nos mantuvimos unidos para celebrarla, enfatizando que este momento le pertenecía sólo a ella.
Al final, mientras mi prima estaba allí con su sencillo pero radiante vestido, frente a la cámara con valentía y la transición a un nuevo capítulo de su vida, me di cuenta de que el acto más valiente que uno puede emprender es ser visto.
Aceptar la visibilidad, ya sea a través del lente de una cámara o del foco de atención de una celebración importante, es una declaración valiente de la propia existencia. Es un testimonio de la fuerza que se encuentra en la vulnerabilidad, la belleza que se descubre en la autenticidad y la resiliencia para mantenerse firme en medio de las transiciones de la vida. En un mundo que a menudo exige conformidad, elegir ser visto se convierte en un acto revolucionario, que afirma que vale la pena celebrar el viaje único por esta vida de cada persona.
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